Mi equipaje

Los años me enseñaron a viajar ligera. No, no me refiero a dejar de llevar cinco blusas, seis pantalones, siete trajes de baño, zapatos para toda ocasión y el cajón completo de ropa interior, cuando salgo por tres días.  Hablo de ese equipaje interno que revela quién soy, el que necesito en mi travesía de vida.

En una esquinita de la maleta están el miedo a tomar malas decisiones, la rabia contra quien lastima a mi gente, el desánimo ante un proyecto frustrado, la tristeza cuando alguien me traiciona y la preocupación por aquello sobre lo que no tengo control. Las dejé ahí porque los «malos» sentimientos también son parte de mi humanidad, los uso para hacerme más fuerte y la fortaleza les quita peso.

El resto del equipaje lo llené de entusiasmo por cumplir nuevos sueños y alcanzar otras metas; amor por mí, por mi familia, por mi trabajo, amor suficiente para compartir; coraje para no claudicar en las adversidades y buen humor, tanto, que hasta he aprendido a reírme de mí misma. En un lugar especial resguardé el día de reyes que recibí de regalo un par de patines y un libro, la sensación de triunfo cuando obtuve mi título y la felicidad con que caminé con el primer par de zapatos comprados con mi sueldo. Envolví de ternura los primeros pasos de mi hijos, los dientes de leche que se llevó el ratón, los festivales escolares y las agujas con las que tejí las alas con las que ahora vuelan.

Como llantas auxiliares uso la paz que me da saber que no tengo que quedar bien con todos, tampoco dar explicaciones por mis actos y, mucho menos, tener las palabras o las respuestas correctas para cualquier situación;  que no siempre me van a amar como yo quisiera y que también voy a fallarle a alguien.

Mi nuevo equipaje está lleno de todo aquello que me mueve y da sentido a mi vida. Lo dejé sin candado para no tener preso el corazón, para ser libre.

Es una maleta que no pesa nada.