El verano de mi infancia


Verano infantil

Verano, Vacaciones, Infancia, FamiliaCuando niña, no existió otro lugar para pasar las vacaciones que la casa de mis tíos paternos en Ciudad del Carmen, Campeche.

Mis abuelos llegaron a esas tierras, según las historias que escuché, provenientes de Guatemala en donde mi abuelo trabajaba en un plantío de chicle. Buscando mejores oportunidades vinieron con sus pocas pertenencias y tres hijos pequeños, incluyendo a mi papá; la isla les pareció el lugar idóneo para establecerse.  Ahí nacieron el resto de sus hijos (cuatro); para evitar problemas con migración, consiguieron que toda su descendencia tuviera actas de nacimiento mexicanas. Eran los años 40.  Al crecer, la mayoría dejó la casa paterna para estudiar y trabajar en la capital.

Más detalles de la historia no los sé, imagino que con esfuerzo y trabajo, mis abuelos se hicieron de esa casa donde criaron a sus hijos y ahora los tíos recibían en verano a familias completas para la vacación.

Recuerdo verme sentada en el escalón de la puerta que llevaba al patio, dándole de comer a Pánfilo —el ganso mascota— y espantando a las palomas que se acercaban atraídas por las migajas de pan.  No tendría yo más de tres años. Había también una tortuga de carey en un mini estanque y un pozo que proveía el agua para beber . La enorme batea de piedra, testigo de la mugre en centenas de piezas de ropa, estaba detrás de un naranjal que daba sombra para la faena; y en el fondo del patio se podía ver la entrada trasera del taller de bicicletas, fuente de ingresos de la familia, que por las noches se convertía en una cantina privada para los señores.

Así comenzaba el verano

Año tras año el ritual se repetía: Llegar de madrugada a la estación de autobuses ADO, que entonces estaba en Buenavista, para iniciar un viaje de más de 18 horas. Se hacían dos paradas: Puebla y Villahermosa, y dos cruces de «pangas«: La Puntilla, que cruzaba la Laguna de Términos y El Zacatal, que atravesaba hasta Isla Aguada, ya territorio carmelita.

El entusiasmo del viaje alcanzaba hasta llegar a la estación de autobuses en Villahermosa. Después de tantas horas de trayecto en los que medio dormía y medio comía (sí, se llevaba lunch), era imperativo ir al baño.  Una pesadilla. Los sanitarios eran un horror; sucios, descuidados y llenos de cucarachas voladoras.  Ahí desarrollé la habilidad de hacer de «aguilita» lo más rápido posible antes que los asquerosos bichos me devoraran.

Pasado el susto y tras otro rato de viaje recobraba la euforia pues venía la parte divertida: cruzar las pangas. Los pasajeros bajábamos del autobús y corríamos al mirador para ver a los delfines y a las gaviotas que nos acompañaban durante el camino; el olor a pescado, humedad y fierro mojado me llevan siempre a esos momentos de mi niñez.

Hago un paréntesis para darle un aplauso a mi madre; viajar, al principio con dos y luego con cuatro niñitas, sola —papá solía alcanzarnos después— en un recorrido tan largo, debió haberla llevado al límite de la cordura. Yo no lo hubiera hecho ni amenazada de muerte.

El fin de la travesía era el embarcadero de Isla Aguada, donde mi tío Moisés nos esperaba en su bicicleta para llevarnos a casa, unas íbamos con él, otras caminando; la distancia, hasta la que sería nuestro hogar por 15 días, era muy corta.

La puerta de la casa siempre estaba abierta, bastaba empujar el mosquitero para, después de cruzar corriendo la estancia, llegar al cuarto de las hamacas.  Mecerte lo más fuerte posible compitiendo con la pipiolera o dormir la siesta vespertina mientras afuera sonaba una marimba, era para mí, la mezcla perfecta de diversión y descanso.

Las visitas a la playa eran otra aventura; cada año estrenaba un traje de baño que mi mamá tejía siguiendo la moda de la temporada, me paseaba con él por la orilla del mar mientras recogía conchitas y caracoles. En algún momento de la mañana, mis tíos y mi papá insistían en enseñarme a nadar; después de varios ahogos y muchos berrinches, desistieron. El tour playero incluyó alguna vez la visita al área de pescadores donde pude apreciar el instante en el cual bajaban su carga y destripaban tiburones.

No, no, no, no; en definitiva la mío era la recolección de material para collares, pasear mi pequeña humanidad por la playa y jugar en la arena con los otros diez chiquillos con los que compartía apellido.

Al final de dos semanas habría que emprender el camino de regreso; con algo de arena en los zapatos, la espalda del color de los camarones y la certeza que el año siguiente volvería.

Cuando los niños nos volvimos grandes y las circunstancias en cada familia cambiaron, no hubo más aventuras en Carmen, hasta que regresé muchos años después con las cenizas de mi padre.

He de reconocer que muchas veces me quejé porque no me llevaran a vacacionar a otro lado, a otra costa; ya no cuestiono sus motivos. Mientras escribo estas líneas me doy cuenta de que fui afortunada pues tuve un lugar a donde ir cada verano y cada uno de esos viajes me regaló momentos inolvidables en familia.

Verano, Vacaciones, Infancia, Familia

¿Cómo era tu verano?

 

 

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.