Kiara, perro, perra, Día del Perro—No, no pueden tener un perro, seré yo la que termine atendiendo al animalito y  no tengo tiempo ni paciencia.

—Anda, mamá, vimos uno muy bonito en la tienda de mascotas.

—Ni loca voy a gastar en un perro.

—Por favor, mamá.

—Miren, hagamos una cosa. El día que les regalen un perro se lo pueden quedar y ustedes se harán cargo de él.

Esa conversación la tuve con mis hijos hace 10 años imaginándome que nunca nadie les iba a regalar un perro.  No es que les tenga mala voluntad a los perritos pero recuerdo que desde niña no eran precisamente mi máximo y el cine no ayudó:  Seis días para morir (La Rabia) y el Gran asalto de los doberman  instalaron un mi cerebro un terror irracional. El miedo infantil se fue con el tiempo, aun así, nunca tuve el deseo de tener una mascota.

No habían pasado ni dos meses cuando Fer llegó a casa diciendo: Má, Daniela (su prima) me está regalando una perrita recién nacida y tú dijiste que el día que me regalaran un perro nos lo podíamos quedar.

¡Plop!

No había nada que discutir, soy una mujer de palabra y Kiara asomó su nariz en casa justo el día que inicio la primavera.

—Ok, la perrita se queda pero, escuchen bien lo siguiente: Un perro no es un juguete;  hay que alimentarlo, llevarlo a médico, vacunarlo, sacarlo a pasear, limpiar su desastre, darle tiempo y cariño, ¿están dispuestos?

El año que corría había sido muy difícil para nuestra familia: un divorcio muy complicado entre acuerdos que a nadie hacen feliz, dinero, custodias y mucho dolor;  Kiara fue entonces, una tabla de salvación emocional para mis hijos.

Kiara les dio un motivo para volver a sonreír y jugar; los ayudó a soportar los momentos de tristeza e hizo más llevadero el duelo de la separación. Por supuesto, aprendieron a ser responsables de un ser vivo.

Ahora todos somos 10 años más viejos, ya la perdoné por los sofás rasgados y mis zapatos nuevos hechos jirones.  Puse cara de suplica para que el arrendador nos permitiera tenerla y dos veces he estado a punto de morir por salvarle la vida.

Kiara vive con Alexis en una casa donde puede correr y donde siempre está acompañada; de vez en cuando viene a visitarnos, me mira de reojo y camina lento hacía mi recámara para, en un descuido mío, subirse a la cama. Baja de inmediato cuando me ve entrar con cara de gendarme.  Poco le importa, supongo, porque sabe que es dueña y señora del lado derecho de las camas de mis hijos. De sus corazones, esos los tiene completos.

 

 

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