Tuve miedo muchas veces en mi vida. Cuando era niña le temía al monstruo debajo de mi cama, al regaño por alguna travesura, al plumero gigante para limpiar los techos, a los exámenes difíciles y a ahogarme por no saber nadar. Cuando me convertí en mujer me daba pavor no ser buena madre, no salir adelante después de una crisis económica, perder a mis hijos o faltarles antes de que fueran capaces de sobrevivir solos.

Siempre, en esos casos, dominé el temblor de mi cuerpo y conseguí ocultar el miedo con rubor en tonalidad coraje, sombras con destellos de valor y labial en color sonrisa vencedora. Todo bajo control. Hasta hoy.

Esta vez no puedo maquillarlo, no me alcanzan las ganas ni las metáforas cosméticas para ponerlo guapo. Su fuente se esconde en el inofensivo estornudo de cualquier persona, viaja en la agarradera del carrito del supermercado y en el transporte que uso a diario, acecha en el escritorio de mi oficina o en la mesa donde como. La situación que lo genera no la puedo prevenir y tampoco solucionar. Eso me aterra.

Este miedo de cara lavada me tiene encerrada no sólo en mi casa, también me aisló de la estabilidad laboral, del abrazo de mi familia, de las risas en una tarde de café con los amigos, de mi ir y venir, de todas mis seguridades.

Al terror de morir, o los que amo, con dolor y en soledad, no le puedo delinear los ojos ni enchinarle las pestañas. Lo intento vencer con frascos de gel para manos, cubrebocas, toneladas de jabón, la despensa llena y muchos litros de lejía. Aunque tanto cloro me pica la nariz, desgasta los muebles, le quita brillo al piso y me destiñe el ánimo.

Pero sentir y observar el miedo en toda su crudeza también es de valientes. Superar un ataque de pánico, reconocer la tristeza, la incertidumbre y vulnerabilidad de este momento, es de osados.  

Así que me voy agarrando de ese valor y osadía para vivir un día a la vez, para abrazar ese miedo desmaquillado y decirle que lo acepto, pero que no voy a dejar que se robe mi esencia y mi entusiasmo por la vida.