Reflexiones en solitario


Reflexiones

Cancún, Quintana Roo

18 de marzo de 2019.

reflexiones, reflexión, vacaciones, mar, Conocí el mar cuando tenía 5 años; las olas que rompían en las playas de la isla de Ciudad del Carmen mojaron mis pies durante muchos veranos, porque  nunca me gustó ir más lejos de la orilla; aun en los brazos de mi padre o de la mano de mi tío Moisés me aterraba desaparecer en las profundidades, obvio no sé nadar.

Lo que a mí me gustaba era contemplarlo, escucharlo, sentarme a jugar con la arena; el mar en combinación con la luz y el calor del sol eran la definición perfecta de felicidad.

Me encantaba observar el ir y venir de las olas, esperaba que ese vaiven me trajera conchitas con las que hilaba un collar y caracoles que llevaba a casa para poder seguir escuchando la música marina. Mares en calma acompañaron mi niñez, mares sensuales mi juventud.

Con los años descubrí que también existían los mares embravecidos, rebeldes, destructores, transformadores; como la vida ¿no? con sus contrastes. En eso radica su escencia y belleza: el mar es poderoso, el mar es cachondo, el mar es paz, el mar es violento, el mar es transmutador, el mar está vivo.

Las mejores vacaciones las he pasado junto al mar, con mis padres, en pareja, en familia, con amigos y con mis hijos.

Transcurrieron siete años para poder volver a sentir la arena en mis plantas, el sol quemando mis hombros y el baile de las olas en mis pantorrillas.

¡Qué oportuno fue el correo electrónico que llegó la madrugada de hace quince días! No era uno más de esos fastidiosos mensajes publicitarios que saturan el inbox; despegar.com anunciaba un viaje “imperdible” a Cancún por 5 días, todo incluido, precio inigualable.

—No, Mónica, no. Vas a saturar la tarjeta, no te van a dar permiso en la oficina, ¿vas a ir sola? Sí, Mónica, sí. Te lo mereces, las necesitas; la tarjeta se paga a meses, te deben vacaciones y sola ya has viajado.

¡Qué chingados! Enter, enter, enter y en tres clicks mis vacaciones estaban ahora en la bandeja de entrada, listas para imprimir.

Hoy es mi tercer día aquí y el torso es la única parte de mi cuerpo que se mantiene pálida. He caminado por la playa durante horas deteniéndome de vez en cuando a sentarme junto a un grupo de gaviotas que me observan curiosas sin huir de mí. Me he hecho fotos ayudada de un selfie stick y un tripié para celular; aunque un par de veces apliqué el “amigo, ¿me tomas una foto?” y resolví el asunto del bronceador en la espalda con un producto en aerosol; la soledad te vuelve ingeniosa. Me traje la lectura en turno “Vivir para contarla” pero para ser honesta el separador sigue en la misma página donde estaba antes de llegar, mejor vivo el momento y lo cuento; el Gabo estaría orgulloso de mí.

La tarde de ayer elegí el lugar más alejado de la gente, me senté en un montículo de arena, enterré los pies, cerré los ojos y dejé que la brisa me refrescara la cara, la reflexión llegó de inmediato:

El último año ha sido como una montaña rusa;  un día el jefe dice “vamos a cerrar la empresa” y al otro “no, mejor le seguimos”, un día tengo una relación de 10 años y al otro descubro que es sólo costumbre, comodidad, apatía y la corto de tajo; un día tengo a dos escolares en casa y al otro tengo a dos adultos plantados escribiendo su propia historia. Días de ilusiones, días de decepciones; gente que se va, gente que llega. Las blogueras, los eventos, mis ganas de escribir, una pila de libros que leer, los talleres, mis compañeros de escritura ¡uff! Sí, ahora necesito días de 32 horas, la intuición para saber en dónde me quieren o en dónde no y la capacidad de adaptarme a todos estos cambios. ¡Ni que fuera la primera vez!

Son las 10.25 de la mañana, estoy sentada en un camastro junto a la alberca y después de escribir durante una hora he decidido que voy a tirar la toalla pero en la orilla del mar.

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